Escribía ayer mi admirado Pedro G. Cuartango uno de sus
profundos y bellos textos en El Mundo,
mitad filosófico y mitad poético, donde exponía el horror al vacío , cómo
llenamos nuestra existencia de actividades, de acumulación de objetos, cómo
buscamos el éxito material, el triunfo, el aplauso de los otros que ,como
nosotros, están condenados a esta existencia pasajera.
Todo para huir del horror que nos produce la muerte, del
paso del tiempo que nos va acercando inexorablemente a nuestro destino final,
el que nos une al resto de los seres vivos, pese a nuestra creencia en nuestra
superioridad. La descomposición, el ser devorados por los gusanos, o bien el
ser pasto de las llamas o, como quien esto escribe, ser abierto en canal y
diseccionado por los estudiantes de medicina.
Pero hay una manera distinta de huir del horror al vacío,
del fin, de la parca. Y es apoyándose en diversas lecturas, como las de la
escuela estoica, especialmente la de Marco Aurelio o Epicteto, en sus
frases y expresiones de realismo
demoledor, crudo y a veces doloroso, el reconocimiento de que nuestra vida- ese
andar por una cuesta rodeada de alambres de espino, muros y vigilantes, con
suelo pedregoso e irregular, salpicado de vez en cuando por la fragancia de algunas bellas
flores, por reos de miradas compasivas, de conversaciones agradables que se
unen en nuestro breve caminar, a veces por escasísimo tiempo, a veces por años,
con quienes de vez en cuando nos sentamos, abrazamos, o damos palabras de aliento
mientras miramos con envidia, allá en las alturas ,el vuelo libre de los
pájaros- no es una maravilla.
Es, en realidad, una condena a la obscuridad, cortada por
intervalos de cielo luminoso, breves preludios de tormenta, helor y frío en los
huesos, cansancio del alma.
¿Es esta una visión pesimista y desesperanzada de la
existencia?. En absoluto, es la profunda comprensión de que esa carne que nos
envuelve y cuidamos esconde un esqueleto , igual para ricos y pobres, bellos y
feos, esencia última y realidad desnuda. Que esos objetos, ese dinero que
anhelamos no tiene más valor que el que los destructivos humanos, pues en
realidad no somos sino una manada de seres destructores corroídos por el
materialismo, le hemos dado.
Que esos billetes
no resisten la acción de unas tijeras, que si los rompemos en pedazos el
viento se los lleva de un lado a otro, confundidos con la multitud de plásticos
y papeles de todo tipo que inundan nuestra existencia, como envoltorios de
chupa chus y golosinas infantiles.
Que, si lo pensamos en profundidad, dar gran importancia a
lo que no dura ni un parpadeo si lo comparamos con el tiempo del cosmos-nuestra
vida- y sumar a ese intervalo que no llega ni a microscópico la búsqueda de la
gloria, del éxito, no es si no otra muestra de un engreimiento sin base, un
salto mortal cuyo fin es la caída
al precipicio de la Nada.
¿Dónde nos llevaremos nuestros magros éxitos y monedas comparados con la hidra trepadora que se expande poco a poco de los pies a la
cabeza envolviéndonos de dolor y sufrimiento?.
¿Quién o quiénes nos recordarán pasados unos años cuando a
su vez desaparezcan quienes nos conocieron, últimos recipientes que llevan en
su interior algunos jirones marchitos y en blanco y negro de nuestra
existencia?.
¿Dónde quedará nuestras ansias de poseer, de empujar
violentándolo y manchándolo de saliva
un cuerpo masculino o femenino por alcanzar unos segundos de placentera
convulsión, aun más efímero y menos placentero que beber un vaso de agua con
sed?.
¿Y dónde la lucha de compararse con otros, de querer ser
superiores y mejores que ellos o ellas, de alcanzar poder o fama?.
Nada de eso quedará en las cenizas de nuestras tumbas, o en
las que viertan nuestros seres queridos, en ríos, mares, campos, valles o
montañas.
Pero nada de lo dicho es malo o terrible, al revés. De la
comprensión de que no somos mucho más que las moscas efimeras, que el mosquito
que vuela en un crepúsculo asfixiante del mes de julio antes de que el vuelo
de un vencejo o una golondrina lo devore, sacaremos la conclusión de centrarnos
en lo importante.
Una amistad, una sonrisa, una persona querida, tumbarse en
la hierba con los pies descalzos en mitad del campo escuchando la Naturaleza,
rodeados de árboles, azuzando el oído para escuchar el canto de algún pájaro, el
rumor de un riachuelo cercano.
Entonces, sólo entonces, la visión de nuestra muerte no se
verá como una derrota, sino como un triunfo, el triunfo del reingreso al
cosmos, del no ser, el triunfo de la desaparición de los deseos hirientes, del
sufrimiento, del dolor.
E, incluso, sería posible que con esa visión los muros,
vigilantes y alambres de espino que nos acompañan de la infancia a la vejez se
derrumben dejando por fin paso a un bello paisaje, el paisaje de la libertad.