sábado, 6 de junio de 2020

Elogio de la senectud

Vivimos una época de  culto a la juventud, a la fuerza, a la energía, a la belleza. Los ancianos son arrinconados, marginados, ocultados,  viendo el declinar de la vida como una desgracia, como algo en lo que no pensar, como algo que tratar de retrasar en la medida de lo posible.

Esto es una injusticia, y toda sociedad que fomente esas creencias está condenada a la deshumanización, a traer el infierno sobre la tierra. La senectud es el reservorio de la memoria, lo que permite el verdadero conocimiento, lo que une pasado, presente y futuro. El desprecio a la vejez supone el desprecio a la verdadera sabiduría, a la historia como nutriente del individuo y de las sociedades. Su minusvaloración supone la trituración del ser humano, su paulatina conversión en ganado.

Y esto es precisamente  el objetivo de los poderes en la modernidad más reciente: la eliminación de la verdadera individualidad, la demolición de la comunidad como lugar de encuentro, relación y aprendizaje y consejos entre diferentes generaciones vivas . 

Esos objetivos se ven claramente en la retórica productivista, de la rentabilidad, del beneficio, del crecimiento, de la acumulación,del consumismo y del exprimir la vida al máximo, en su sentido materialista,  en la que vivimos.




Puesto que el régimen de la modernidad se cae en pedazos, toda esa retórica tramposa irá en aumento, construyendo el reino de la efebocracia. Un reino tramposo, porque la juventud no interesa más que como ganado al que exprimir, aprovechando esa fuerza mencionada antes. No hay más que ver la temporalidad, sueldos bajos y precariedad entre los jóvenes del país.

Pero no hay recuerdo más luminoso en la vida de una persona que la relación con los abuelos. Yo tuve la desgracia de no conocer apenas a los varones, sólo a las abuelas, especialmente una de ellas, en cuya casa pasaba los fines de semana.

Nada más bello que rememorar su rostro, sus palabras, su generosidad, las estupendas comidas que nos hacía. Sus ánimos en los malos momentos, los abrazos y los besos. Sus historias sobre su vida, las de su familia, las de España, con sus luces y miserias.

Muchas veces sueño, cuando hace ya quince años que se marchó de nuestro lado, con que estoy en su casa, en mi cuarto, mi segundo cuarto, también desaparecido, con todo intacto, la mesa, la cama. Incluso el resto de las habitaciones aparecen reflejadas en mi mente con la claridad de aquellos días lejanos, donde se sucedían las estaciones, siempre a la espera de la primavera, las ventanas abiertas, las noches de bochorno, el chirriar de los vencejos al amanecer y al atardecer, el olor a las patatas fritas que con tanto esmero siempre nos hacía.

Con esa sensación de que la gente que está a nuestro lado sería inmortal, que su fin jamás llegaría. Pero no es así, y su abandono definitivo suele ser el primer golpe duro de la realidad. Ahí empieza un trozo de orfandad, un silencio de garras que arañan el alma cuando quieres esa voz que mece y ama, esa mano arrugada que acaricia.

Y son esas muertes las que traen la campanada del inicio de nuestra propia muerte, una muerte lenta, en un mundo cada vez más helado, más asqueroso, más repugnante, aquel en que los ancianos son arrinconados, encerrados, y en el que un virus reciente ha arrastrado cual ola furiosa al país del más allá, ante la indiferencia oficial y general, pues los viejos molestan al sistema, se les considera una carga para las arcas públicas, un sector que no es productivo. Como los niños, por cierto, a unas carreras profesionales que penden de un hilo, que suelen ser humo, señuelo para atraer al precipicio.

¿Qué macabro destino espera a los habitantes de ese imperio temible, de ese Moloch inhumano que pretende, falsamente, cultivar el amor a la juventud, y que seamos efebos siempre disponibles cual bueyes de arado?.

Sueño, hablando de sueños, con que ese reino del mal es destruido, siendo nosotros, sus habitantes, estudiados en la historia futura con horror, como seres desviados, capaces de las peores inmundicias. Pero cuyas estatuas de barro fueron derribadas, surgiendo en su lugar una civilización realmente humana, aquella en que la senectud es ensalzada, pues sin vejez no hay historia, y, por tanto, no hay humanidad