Ha sido poco a poco, casi sin darnos cuenta , cuando unos
queridos visitantes primaverales y estivales, que llenaban de ruidos y
chillidos alegres nuestros cielos en los amaneceres y atardeceres bochornosos,
como miles de niños voladores jugando en el inmenso y abierto jardín celestial
,han ido desapareciendo de nuestra vista y con ellos la alegría, imponiéndose
un silencio triste, por desconocido, roto sólo de tarde en tarde por los restos
escasos de algunos supervivientes de aquellas nubes que cubrían nuestros
cielos.
Todavía recuerdo los quinces de abril, fecha de su llegada,
que esperaba con ansia, especialmente cuando estaba en casa de mi abuela, en
pleno centro de la ciudad.
Asomado a la ventana, ilusionado, esperaba el momento en que
los amados vencejos hacían acto de presencia, presencia que me alegraba el
corazón, pues sentía que la ciudad recobraba la vida perdida en el invierno,
cuando los árboles se convierten en una especie de espantapájaros desnudos y
descoloridos y la vida animal, la luz, el colorido, se reduce a su mínima
expresión. Su llegada era, también para mí, otra alegría, otra esperanza, la
del final temporal de la vida carcelaria de niños y adolescentes, la vida de la
escuela. Contaba los días que faltaban para la libertad condicional, y los
vencejos eran una señal de que esa ansiada salida de los muros carcelarios, si
bien breve, estaba cercana.
En mi mente ha quedado grabado los que criaban en una teja
de la casa de enfrente y en unas rendijas de una casa lateral. Esperaba, los
sábados al anochecer, ver a las madres refugiarse en sus casitas para dar calor
y cobijo a sus crías, mientras los machos dormían en las alturas, pues el
vencejo es la única ave que duerme en vuelo, no necesita refugio, lo que les
hacía para mi seres admirables, una especie de viajeros eternos, incansables y
libres, como nómadas de los cielos.
Nunca perdí el cariño hacia ellos, si bien con los años, con
las preocupaciones y problemas que se van sucediendo, el entusiasmo por su
llegada se mitigó, pero jamás desapareció.
Pero en la vida todo es efímero, nada permanece para
siempre. Hace diez años murió mi querida abuela, de bello nombre, Soledad. Ya
no pasaba los fines de semana con ella, ya no podía saber si la teja seguía
siendo refugio de algún vencejo y sus crías . Pero antes de su muerte, arreglaron la
casa lateral. El otro refugio de los vencejos desapareció.
Poco a poco la ciudad fue cambiando. Arreglos de grietas,
eliminación de tejas, fachadas impolutas. Los sitios de cría disminuyeron,
quizá otros factores influyeron, pero, este año, mirando los cielos, me di
cuenta y me sacudió una profunda tristeza: los viejos amigos se están extinguiendo de nuestra vista.
La algarabía alegre e infantil del amanecer y el crepúsculo
agoniza, y con ella se rompen jirones de nuestras vidas, el vacío se va
extendiendo y ganando poco a poco la partida.
Y más cuando, de casualidad, hace unos días, caminando por Madrid, encontré uno de ellos en el suelo; estaba muerto, nada pude hacer por él. Tan sólo agachar la cabeza cuando sentí que las lágrimas amenazaban con recorrer mi rostro al recordar los tiempos en que multitudes de ellos acompañaban nuestras vidas.
La despedida de los vencejos es la despedida no sólo de
nuestro pasado, de nuestra vida, sino también de las personas amadas, aquellas
que compartieron nuestras vidas con nosotros.
Hoy ya no están apenas los vencejos, pero tampoco está mi
abuela, ni la ventana del salón al que me asomaba para ver y escuchar sus
gritos traviesos, ni la cama desde la que los escuchaba cuando aparecían los
primeros rayos del sol que se colaban entre las rendijas de la ventana
entreabierta para soportar el calor sofocante de las noches veraniegas.
En aquellos años en que todavía mantienes intacta la
ilusión, antes de comprender que los sufrimientos, las derrotas y las caídas
forman parte de nuestras vidas.
No puedo evitar una aguda melancolía, un mazazo en el corazón,
en el silencio celestial de los últimos años, cuando me asalta el recuerdo de la marcha de quienes quisimos, humanos
pero también no humanos, pues estos últimos también ocupan u ocuparon un lugar
en nuestras vidas.
Y su silencio, es el silencio de la muerte, siempre
acechante, siempre en las sombras, dispuesta a saltar cuando menos se la
espera.
Buenas Alfredo,
ResponderEliminarTodo cambia, es devenir, y en estos tiempos cambia hacia peor, no hay duda ¿Por qué ya no hay vencejos? No lo sé, quizás han sido desplazados por las palomas o por las cotorras, no lo sé. Hace dos días, en Carbajo, pueblo de Cáceres, mientras comía una ensalada, veía volar sobre mi innumerables golondrinas, que tenián su nido en una casa nueva, pero todavía por habitar.
El cambio es parte de la vida, pero nosotros somos los que con nuestro actuar, podemos hacer que ese cambio tenga un sentido positivo, hacía la autonomia, la igualdad, la democracia, aunque sea a un ritmo exasperante. Eso es lo que nos da felicidad, nos aporta sentido, y aquello de lo que se enorgullecerían los que ya no están con nosotros.
un abrazo.
Gracias Jesús.
EliminarUn abrazo