Tengo que reconocer que he dudado mucho a la hora de
escribir este pequeño texto, aún sabiendo que el número de lectores de este
blog es muy escaso.
El título, ya de por sí es muy pesimista, y aunque siempre
he considerado que la realidad hay que mirarla de frente, única manera de
afrontar las cosas, siempre he procurado dar alguna pincelada de optimismo, de
ideas alternativas para un cambio si no a corto sí a medio plazo, desde la
modestia de alguien con no mucha formación, y con escasa sabiduría.
Pero a riesgo de ser visto como un derrotista-no confundir con rendido-, mis
reflexiones personales de un tiempo a esta parte me han llevado a considerar,
con una mezcla de tristeza y frustración que creo que no debo ocultar, que
hemos sido derrotados, al menos de momento, como especie, comunidad o como cada cual quiera definir
al género humano.
Leyendo y viendo noticias sobre los graves problemas
mundiales que nos aquejan, y observando la nula capacidad de respuesta de los
ciudadanos y los trabajadores, he llegado a la conclusión no sólo de que la
lucha está perdida, sino que no creo que haya lucha, al menos hoy por hoy.
Nuestro fracaso individual y colectivo arranca de muy atrás
en el tiempo, y podemos definirlo como el ascenso de la alienación, o eliminación creciente de
la concienciación.
Esta demolición de la conciencia puede observarse en
diferentes aspectos de la vida social. Uno de ellos es la desaparición casi
absoluta de la conciencia de clase, no sustituida por otro tipo de conciencia
universal mejor.
El ascenso del Estado de bienestar y las mejoras sociales
impulsadas durante unos decenios por los poderes, logrados también en parte
gracias a rapiñar los países más pobres, hizo que los objetivos, metas y
valores de la inmensa mayoría de la población fuera enriquecerse, hacerse
propietario de una e incluso en los tiempos finales del bienestar dos
viviendas, coches, viajes… El ascenso social, la carrera por ascender ,suplió
cualquier otra consideración. Ser clase media era la ilusión, y, al final, el
lugar donde todo el mundo decía situarse.
En ese espejismo de los tiempos en que la máquina productiva
funcionaba relativamente bien, los trabajadores olvidaron lo que eran en
esencia: oprimidos y explotados de unas granjas que no ofrecían malas
condiciones, incluso con expectativas de mejoras.
Se tiró por tanto la conciencia de clase por la ventana,
como algo inservible, pues bastaba con hacer alguna que otra reclamación
económica, alguna presión para lograr más sueldos, más beneficios para pensar
que así se alcanzaría el cielo burgués, aunque fuera con retórica izquierdista
y sindicalista.
Pero junto a la conciencia de clase fueron liquidados el
internacionalismo y el ideario emancipador-entendiendo por este último no el
comunismo, tumba y cárcel de proletarios y campesinos, sino el antiguo, el de
una sociedad dirigida por los propios obreros, dueños de los medios de
producción-.
Estas voladuras han sido terribles, pues su ausencia tiene
mucho que ver con nuestra
conversión en masas, o mejor dicho ,en populacho liliputiense-pues las masas
son capaces de acciones comunes, aunque suelan acabar mal, maniatadas y
reprimidas por nuevos dirigentes. Pero el populacho digitalizado actual sólo
somos capaces de aullar en las redes sociales, como si eso fuera solución de
algo, como si el Poder fuera a asustarse con tales chiquilladas estériles-, o
sea en una multitud cuya visión de los problemas se limita al ámbito localista
o nacional, perdiendo de vista lo internacional.
Éste ha sido un triunfo colosal de las potencias mundiales,
pues la inconsciencia generalizada que padecemos permite a los mandamases del mundo hacer y deshacer a su antojo, amenazarse y enfrentarse unos a otros
ante la ceguera de los hombres y mujeres contemporáneos, que pese a la
aceleración y riesgo grave de enfrentamiento mundial, que podemos ver todos los
días, y que tiene en Siria, Irak, el Pacífico o Ucrania lugares donde unos y
otros despliegan sus armas y sus tropas, siguen centrados en sus asuntos
domésticos, despreocupados, camino del precipicio.
Y es que, por lo que escuchamos por ahí, el pensamiento
dominante es que siempre ha habido guerras, y las seguirá habiendo, pero que
Occidente estará a salvo. Sólo se luchará en países alejados, como si Occidente
viviera rodeado de una cúpula en la que jamás podrán caer misiles u otro tipo
de armas destructivas que tanto abundan a lo largo y ancho del mundo.
Resumiendo, que el mundo de los blancos es un paraíso que siempre estará a
salvo. Es lo que tiene el olvido de la historia y qué nos pasó en las dos guerras
mundiales.
El olvido de la necesidad de una reflexión y un movimiento
internacionalista es lo que nos ha dejado totalmente indefensos, como conejos
en una pradera sin árboles y refugios ante una manada de depredadores. Muy
posiblemente caeremos como moscas, sin quejas ni protestas, sólo con una última
mirada de sorpresa y terror como el herbívoro ante las garras repentinas del
águila o el carnívoro de turno
Pero, no nos engañemos, no somos herbívoros mansos y
angelicales, si se produce la
hecatombe bélica, no sería justo culpar a los dirigentes del mundo. Culpémonos
a nosotros mismos por haber vivido con los ojos vendados, sonriendo
alegremente, pensando sólo en nuestra vida, en lo que sucede en la esquina.
Creyendo que no era de nuestra incumbencia lo que pasaba a otros, lo que se
hacía a otros. Hemos sido cómplices y puede que recibamos el castigo, la
venganza, de quienes se han sentido humillados por la actuación de nuestros
gobiernos, que no distinguirán entre nosotros y nuestros gobernantes.
Volviendo a la reflexión, tampoco queremos hacer una defensa
acrítica del viejo ideario obrerista. Hay que ser honestos y reconocer que el
antiguo internacionalismo se fundió como nieve con el sol en la primera guerra
mundial. Los proletarios europeos no se unieron para frenar la maquinaria
bélica de sus naciones. Se dejaron arrastrar por la furia nacionalista y
patriótica, pereciendo cientos de miles en los combates.
Pero el fracaso no debería haber supuesto la eliminación del
universalismo de la clase trabajadora. Lo que se requería era su revisión, para
mejorarlo en todo lo posible, o su sustitución por algo superior.
Lo que ha sucedido ha sido que esos viejos ideales han
desaparecido de la escena, no se ha sustituido por nada serio y más elevado. Su
espacio lo ha ocupado el vacío, e, incluso, un sueño terrible, para nosotros
pesadilla: el nacionalismo, el discurso de la liberación nacional, el
identitario, el de la multiplicación de Estados-nación, y por tanto el ascenso
en flecha del enfrentamiento y el odio de unos con otros.
Frente a la globalización capitalista en algunos sectores
contestatarios de diversos ideales-incluyendo cercanos a quien esto escribe,
como autogestionarios, libertarios, comunalistas o cooperativistas integrales-
se ha enarbolado la bandera de la diferenciación, de la autodeterminación de
los pueblos, del uso de la lengua o la cultura como ideología: esto supone por
una parte un suicidio, y por otra una alegría para las clases dirigentes, pues
supone fomentar aún más la división entre explotados y oprimidos.
La reconstrucción de un nuevo internacionalismo, de un nuevo
ideal liberador, de una nueva conciencia colectiva solidaria, debe iniciarse,
sin prisas pero sin pausas.
Habría muchos otros factores que nos indican cómo se ha
desplomado nuestra conciencia. Así, aunque parezca un asunto menor, se puede
observar cómo nos ha inundado la telebasura, y cómo nos hemos acostumbrado a
ella al extremo de que ya nada molesta.
Cediendo a lo anecdótico, aun recuerdo como hace unos veinte
años, se hizo famoso y causó mucha polémica un programa del corazón, Tómbola,
creo que se llamaba. Ante las críticas recibidas por lo que se consideraba un
programa degradante, acabó por cerrar.
Años después, tal tipo de programación es habitual en todas
o casi todas las cadenas, dejando pequeños algunos de ellos al citado programa.
Una prueba más de cómo nos acostumbramos a todo y de cómo ha ido achicándose
nuestra conciencia moral.
Habiendo llegado a la conclusión-acertada o equivocada- de
que por diversas razones, algunas mencionadas, a corto medio plazo estamos
derrotados, sí creo que es muy importante el hacer un esfuerzo para dejar
semillas positivas, que puedan ayudar a las gentes del futuro.
Sería muy triste, aunque no lo veamos, que en tiempos
lejanos, nuestras generaciones sean vista con horror como las únicas que nada
positivo dejaron en herencia. Como la era de la destrucción y el colapso a
todos los niveles, y, especialmente, a nivel humano. Como unas multitudes
amantes de lo feo, de lo degradado, seres envilecidos centrados en perseguir lo
más bajo, lo que menos ayuda a crecer en sabiduría, bien y libertad.
Y esto es lo que muy probablemente suceda. Por tanto, y
aunque sea in extremis, sí creo que podemos dejar, como expreso en el título,
unas semillas aprovechables para otras generaciones que quieran despertar y
caminar hacia otra cosa.
Esto requeriría de una doble actuación. Una teórica, y otra
práctica, o si es posible que pudiera conjugarse una unión entre ambas.
Por una parte podrían irse creando, lentamente, pequeñas
comunidades, que decidieran vivir de otra manera-hay algo de eso, por ejemplo,
en las llamadas comunidades de transición-, organizarse con otros valores para
intentar mostrar que otro mundo es posible, alejadas del cortoplacismo
dominante, aquel que sigue atado a caminos que una y otra vez se ha demostrado
que conducen a la nada, como el electoralismo y la fe en nuevos partidos,
cuando éstos ha quedado sobradamente demostrado que son parte del Orden maligno
que nos rige, y que deben ser apartados como elementos de solución.
Pero también sería un logro, aunque inicialmente modesto, el
que, de alguna manera, ya sea creando comunidades también que irradien la
sociedad, ya sea más en la discreción, en el trabajo más bien silencioso,
humanistas y científicos se unieran para elaborar un ideal de sociedad-no
autoritario ni dogmático- que conjugara lo positivo del pasado con lo positivo
del presente.
Es muy necesario salvaguardar, si no de la destrucción
física-es difícil, aunque no imposible ,que se retomen métodos como la quema de
libros- sí de la muerte civil, por olvido y ocultación-lo que está sucediendo
hace muchos años-, los escritos de los viejos maestros, los viejos sabios de la
humanidad, que predicaban la vida buena, el progreso moral, la libertad interior,
la frugalidad… valores a rescatar, junto con la elaboración de un pensamiento
científico y técnico centrado en lograr una ciencia humanista, que se separe de
la dominante, tan vinculada a los poderes y a los ejércitos, o sea a la
opresión y la destrucción.
Puede soñar extraño, pero sería una actuación similar,
salvando las distancias, de algunos viejos monasterios que salvaron entre sus
muros los saberes antiguos y que también algunos y en ciertas épocas,
difundieron modos de vida alternativos y superiores a los existentes, como la
unión del trabajo manual e intelectual, en un clima no asalariado o esclavista
y comunal.
Ese nuevo ideal, esas nuevas comunidades, si algunas
sobreviven, serían las que de las ruinas futuras, ya sea de la hecatombe
bélica, ya sea de la hecatombe económica y ecológica, si no llega a producirse la primera , que
esperemos no llegue a desencadenarse, saldrían para predicar una nueva
humanidad que favorezca la hermandad de los pueblos.
De esa manera nuestras generaciones, no quedarán marcadas
sólo como las generaciones de la deshumanización, de la esterilidad e incluso
de la involución.
Algo positivo se habrá hecho, de utilidad por el bien,
aunque nuestros ojos, nuestros cuerpos, no vean ni caminen por entre ese mundo nuevo.
Muchas gracias por tan necesaria e incomoda reflexión Alfredo. Sin duda merece la pena no rendirse, aceptando la derrota y pasando por una necesaria y saludable fase de duelo. Reconocer ese dolor nos hace realmente humanos.
ResponderEliminarComo diría Riechmann, "Estamos en derrota, nunca en doma"
Un abrazo
Gracias Max, me alegro que compartas reflexión.
EliminarUn abrazo