Si queremos afrontar los tiempos sombríos y decadentes que habitamos, donde la inmoralidad, el mal y la deshumanización avanzan, necesitamos retomar la ya olvidada tradición de la filosofía griega clásica que escribía sobre el tipo de República más apta para la vida individual y societaria. Conocemos La República de Platón, pero sabemos que opuesta a este, también Diógenes y Zenon de Citium escribieron sus Repúblicas ideales, que por desgracia se perdieron, o las hicieron perder.
Pero no solo debemos abrazar la vieja filosofía, sino también buscar en las tradiciones espirituales elementos que nos ayuden a construir un nuevo mundo que nos haga ir abandonando las tinieblas de barbarie en las que vivimos. ¿Y cuáles serían los aspectos a tomar que unen lo mejor de las diferentes escuelas de pensamiento y vida del espíritu?. Pues esencialmente los grandes maestros de la humanidad proponen alejarse de la búsqueda de la riqueza material. Este es un elemento corruptor claro, el materialismo imperante, que nos aleja de la trascendencia, de los valores espirituales e inmateriales que son base de una buena y verdadera civilización. La centralidad debe ser la búsqueda de la riqueza espiritual, desde la búsqueda del sentido de la vida, a la amistad, la hermandad, el compartir...
Otro aspecto a considerar negativo en la República filosófica ideal es el poder. Este es otro mal a combatir dispersándolo y descentralizándolo al máximo. Frente a la Modernidad de Progreso, donde los tentáculos del poder se van desarrollando al máximo, aumentando los reglamentos y las legislaciones, estos últimos deben reducirse al mínimo, expandiéndose la conciencia moral, aquella que permite a los hombres autogobernarse en todo lo posible. Esto se logra buscando la iluminación interior, el encuentro con la divinidad cósmica, pidiéndola que nos guiemos por el bien en todo lo que hagamos en la vida, desde la infancia hasta el límite de nuestra muerte terrenal.
Es indudable que el mundo moderno, al contrario de lo que vende la propaganda institucional y educativa, a izquierda y derecha, no nos ha conducido al bien ni a la verdadera libertad, sino a lo contrario, a la expansión del mal, y a edades cada vez más tempranas. Sin embargo, situando la vida del espíritu en primer lugar, teniendo claro que no podemos servir a Dios y al dinero, al contrario de lo tenido por sentido común, la vida material sería digna. Elevación moral, elevación material. Esto sería así por que una auténtica vida del espíritu implicaría no ver en los demás objetos a utilizar, a putear, a explotar, a dominar y a manejar. Sino que se vería a iguales, a seres dotados de la misma chispa divina.
En la tradición auténticamente cristiana, sepultada por las Iglesias, hablaríamos del Reino de Dios en la Tierra, no construido en base a ideologías, sino en vivir como Cristos, unidos en un solo corazón, con la ley del amor guiando el actuar humanos.
Indudablemente, una República filosófica espiritual conllevaría una vida política y económica radicalmente diferentes. Anteponiendo el progreso moral y espiritual al económico, se trabajaría y consumiría lo mínimo, lo imprescindible para satisfacer las necesidades materiales esenciales, estando dedicado la mayor parte del tiempo a la citada vida del espíritu, al crecimiento ético, a la reflexión profunda y a una vida activa de encuentro, o mejor dicho de reencuentro con los otros, que el materialismo pseudorreligioso y el laico o ateo ha convertido en extraños, cuando no en enemigos.
En lo económico la ley del amor implicaría la expansión de los bienes o propiedades comunales, siendo la propiedad privada un espacio de libertad individual, de una extensión del yo en ciertos objetos y terrenos, pero ajena al sentido de opresión, de esclavitud, de explotación.
Los trabajos considerados superiores, si ha de haberlos no serán los que se consideran ahora, sino los que permiten alimentarnos y cobijarnos: labradores, ganaderos, pescadores, obreros, transportistas... El conocimiento no se buscará para ser alguien en la vida, o en expresión familiar ser hombre o mujer de provecho, es decir una pieza, un engranaje del orden del mal, para ser desechado cuando ya no se sirve o porque ya no interesa, sino por puro amor al conocimiento, empezando por conocerse uno mismo, la historia de la que procedemos, nuestra casa, el Universo, y para mejorarnos y avanzar en el progreso del espíritu.
Ese gran desarrollo filosófico y espiritual traerá consigo la aparición de una nueva santidad, ese concepto que en la Modernidad solo provoca risa y escándalo de los nuevos bienpensantes, pero que es clave para hacer del mundo, de la vida, algo vivible. La nueva santidad iría encaminada al olvido de sí, a la disminución del ego y a un vivir volcado en el servicio al prójimo, es decir en acercarse al máximo posible a esos viejos maestros ahora olvidados.
Frente a la infrahumanidad que supone nuestras formas de vida, nuestras metas, nuestros sueños, nuestra sociedad consumista, cuyo fin es evidente: la autodestrucción o la robotización total del ser humano a través de la unión de la tecnociencia y las clases dirigentes, la República del espíritu tendrá como guías morales aquellos que están más cerca de la luz, de la humanidad, los verdaderos seres superiores a los que escuchar: niños, discapacitados y los nuevos santos. Estos serán imprescindible para que se salga de esa infrahumanidad y esa infravida de conciencias muertas y seres zombificados.
Este es mi ideal de República, aquella que sería a la vez descentralizada y universalista, que uniría materia y espíritu, libertad e igualdad y que supondría un verdadero paso en la evolución como especie moral.
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