Tengo que reconocer que a lo largo de mi existencia he pasado por diversas fases en lo que refiere a creer o dejar de creer en la vida después de esta vida, en el mundo espiritual, en la posible existencia de una divinidad o de una conciencia cósmica.
En mi infancia, a los diez años, más por llevar la contraria a mi entorno y a mi escuela religiosa opté por el ateísmo. Era este un ateísmo más basado en el rechazo a una fe, a unos creyentes que en mi opinión vivían ajenos a las enseñanzas del Evangelio, y creían fervientemente en la sociedad de clases, en que unos estuvieran por encima de otros, en la explotación del hombre por el hombre y en que el trabajo manual era inferior al llamado pomposamente trabajo intelectual-concepto vaporoso-, o bien en la titulación universitaria.
Sin embargo desde muy crío, seis o siete años, tuve un gran interés por las llamadas ciencias ocultas, desde el irresuelto enigma OVNI, al mundo de los fantasma y la posible existencia del alma .En realidad esta afición, que con subidas y bajadas que me ha acompañado el resto de mi vida, implica muchas cosas, pero no un ateísmo firme y radical.
A los dieciséis años pasé a definirme cristiano a secas-a la vez que me adscribí al anarquismo, paradójicamente-, no católico ni protestantes, para en épocas posteriores perder interés por ese tema y perder el tiempo-ahora lo veo así, pero bueno-, en el tema ideológico, en las lecturas de textos revolucionarios, especialmente del mundo libertario, si bien con incursiones en figuras como Simone Weil.
Pero hace unos años, sin perder mi talante crítico ante la realidad, las inquietudes espirituales iniciaron en mi interior un llamado muy fuerte. Comprendí que ninguna ideología puede llenar el vacío de unas vidas dedicadas a servir a un sistema monstruoso, transformados en piezas recambio, en esclavos de la cuna a la tumba. Que el materialismo ateo, aun en su forma marxista o ácrata nunca podría lograr que saliéramos de la obscuridad de la caverna platónica en que vagamos hasta la muerte, conformándonos con jirones de vida, una mejora salarial por aquí, un viaje por allá, una diversión por acullá.
Si sólo somos materia, acabaríamos triturados, convertidos en esas máquinas., en esos entes tecnológicos que tanto nos entusiasman. En seres de muy corto vuelo, destinados a un fin trágico, a nuestra extinción.
Lecturas cosmológicas me hicieron comprender que el Cosmos difícilmente es fruto del azar, que las probabilidades de que haya surgido un Universo con las constantes cosmológicas adecuadas para que exista vida es infinitesimal, algo así como que te tocara la lotería todos los días de tu vida.
Comprendí que nuestros sentidos sólo perciben una parte minúscula de la realidad, que hay mucho más que no percibimos, todo un mundo espiritual. Ahí inicie un camino espiritual sin miedos, sin complejos.
Pero es un camino espiritual al que ninguna religión ofrece respuestas. Jamás tuve la menor simpatía por la Iglesia católica, más allá por supuesto de creyentes y sacerdotes bienintencionados con los que he tenido y tengo la suerte de convivir o encontrarme en mi caminar. El solo hecho de ver una cúpula vestida con ropajes extravagantes y llevar colgados crucifijos gigantes de oro o plata me parece vivir de espaldas a Jesús de Nazaret, es no entender seriamente su vida, sus enseñanzas. Sin embargo, nueva paradoja, siempre he encontrado en las Iglesias, cuando no hay misas y reina el silencio un refugio, un lugar de serenidad y paz, así como en mi contacto breve con la vida monacal, quizá porque mi alma es un alma contemplativa, de un cristianismo natural que no ha podido desarrollarse por considerar a la Iglesia como institución mayormente acristiana cuando no anticristiana.
En un momento dado decidí decir decir adiós a las ideologías políticas que me habían conformado, especialmente el anarquismo y algo del marxismo crítico o consejista, aceptando su muerte y entierro, reconociendo, que, pese a todo, en ellos hubo una búsqueda auténtica de los males sociales que nos aquejan, una búsqueda de las raíces del mal que posteriormente no ha vuelto a resurgir; sin renegar de la búsqueda de una sociedad lo menos alienada y opresiva posible.
Sumergido en una crisis interna que ha sido permanente y dolorosísima a lo largo de mi vida abracé la necesidad de una fe espiritual, de un apoyarme en Dios en mi vida, de pedirle socorro y comprendí que tenía que sumergirme en mis abismos interiores, mis terrores, y afrontarlos para si no solventarlos, poder llevar una Vida, aceptando que el punto de partida es la vida del espíritu, y desde ahí enfocar la vida material, pues llegué a la conclusión que una sociedad óptima es la que integra lo material y espiritual sin conflictos.
Ya sin anclajes ni ideológicos ni institucionales, con el apoyo eso sí de una serie de pensadores y pensadoras independientes y autónomos, no en todo equivalentes entre ellos, desde los filósofos clásicos hasta Simone Weil, gran faro en mi vida, así como Jesús, Buda, Lao Tse y otros pocos afronté la tarea de construir un edificio espiritual heterodoxo.
Abracé la idea de que el mensaje de Jesús consistía en cristificar el mundo, la sociedad, es decir convertirnos en Cristos interiores, comprender que todos somos hijos de Dios, elevándonos moralmente y espiritualmente, lo que conllevaría de paso una mejora material de nuestras vidas, al vivir el amor, la hermandad como una realidad.
La sociedad del amor sería aquella que, sin banderas doctrinales, nos acercaría a una vida libre, aquella en la que los hombres no serían instrumentos, mercancías, piezas de recambio, medios para fines-acumular poder y capital-, sino fines en sí mismos, espejos de nosotros mismos, donde la función manual sería clave, pues es la que sostiene el mundo y nos da alimento y cobijo.
También necesitamos ver en los animales, plantas y hasta minerales-¿por qué no?- compañeros de existencia, seres sintientes y pensantes, dotados de razón, aun cuando quizá en un nivel algo menor, pero no por ellos dignos del máximo respeto, pues el espíritu divino late en ellos, como en todos los seres del Cosmos.
Este cristianismo natural, sostenido también en la oración, que ha ido ganando importancia a lo largo de mi vida-sin menoscabo de la acción consciente, fundamental-se ha nutrido de la necesidad de meditación que aporta más, por ejemplo, el budismo, así como la búsqueda de los viejos filósofos de una vida de sabiduría, entendida esta como una vida de bien, justicia, bondad y virtud.
Necesitamos una espiritualidad, pues sin ella, nuestra civilización nunca será tal, pues no olvidemos que las verdaderas civilizaciones siempre han intentado sostenerse en algunas ideas elevadas: la búsqueda de la belleza, de la verdad, de la justicia.
La nuestra no se sostiene en nada, si acaso en una tecnolatría difusa, que a nada conduce, sino al reino de la fealdad en que habitamos, y que si se desmorona, nada dejará para la posteridad, a lo sumo un puñado de obras literarias, cinematográficas, teatrales y casi nada más.
Incluso la tan cacareada democracia, que no pasa de ser más una ficción que realidad, pues para cualquier persona que se quiera despierta y consciente no somos más que esclavos de la cuna a la tumba, viviendo y sirviendo a las élites y clases gobernantes-con el anzuelo del voto, que en nada cambia nuestras vacías y míseras vidas y trabajando no libremente para nosotros y nuestros hermanos de existencia, sino para los esclavistas- no es sostenible ni realizable sin una idea de bien común, justicia, búsqueda de verdad y libertad, libertad entendida no en su mero sentido hedonista, sino de no dominar a nadie, pues nadie es más que nadie en el Reino de Dios en la Tierra.
Es decir mi fe espiritual incluye una política y economía espiritual, imprescindibles para que individual y socialmente la persona pueda desarrollar sus facultades espirituales, iniciar su camino en el espíritu.
En todo esto consiste mi fe espiritual, a través de un camino tortuoso, de idas y venidas, hasta comprender que en última instancia somos energía, que la conciencia perdurá, que esta vida es importante, pero también la otra, que es aún más auténtica, pues allí estaremos en presencia y contacto pleno con el amor de Dios, sin juzgarnos, sino entendiendo que el caminar terrenal es una experiencia, una enseñanza, siempre sometida a los límites de la materia observable, pero necesaria para propósitos que sólo tras dejar esta vida comprenderemos con claridad luminosa.
Mi fe espiritual es soledad y compañía, es aislamiento y solidaridad, es libertad e igualdad, es tender una mano a Dios y otra al ser humano, es tener un pie en un país y otro en el resto del mundo y en el Universo, es, en una palabra, la unión de los opuestos, la trascendencia frente quienes quieren limitarnos a algo, bien a la materia bien al espíritu.
Mi fe espiritual es un camino, por tanto, de serenidad, de aceptación de las miserias , de abrazar a un Dios que es amor y que, por tanto, no nos juzga, sino que somos nosotros mismos quienes lo hacemos.