lunes, 22 de febrero de 2016

Sócrates.Juicio y muerte de un ciudadano

En la Sala Fernando Arrabal del Matadero se está representando una interesante obra sobre el juicio y condena del legendario filósofo Sócrates.

Dirigida por Mario Gas e interpretada por el talentoso actor José María Pou ; Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano se inicia con una breve presentación biográfica del propio Sócrates, hijo de cantero y comadrona que recibió la educación tradicional de su época en diversas artes y conocimientos, participando con gran valor en diversas batallas de la Guerra del Peloponeso. Hombre austero, despreocupado por sus apariencias y criticado burlonamente por algunos por su físico poco agraciado.

La representación nos lleva de la mano a los debates que causaba su persona debido a sus ideas o métodos poco ortodoxos entre sus conciudadanos y discípulos, defendiéndolo varios y atacándolo duramente otros por corruptor y destructor de las costumbres, creencias e instituciones políticas democráticas. Luego el juicio, al que es llevado y acusado por envidiosos, en el que la soberbia e ironía de nuestro filósofo le llevó a que fuera condenado a muerte y finalmente el intento de sus discípulos de salvarle y la serena aceptación de su desaparición.

En Sócrates encontramos la filosofía en estado puro, la búsqueda de la virtud, la verdad y la justicia. Pero no una filosofía como la posterior, de púlpitos o cátedras, sino la de la calle, la del filósofo que aceptando su ignorancia inicial , "sólo sé que no sé nada", a través del método socrático o mayéutico, consistente en una serie de preguntas y respuestas a cualquier ciudadano, mediante las cuales lograba tirar del hilo de la verdad oculta para sacarla a la luz, o, al menos, hacer dudar a los individuos de lo que tienen por verdad, de lo que dan por sentado de forma natural.

Y aquí está, para mí, lo que le llevó al juicio y a su muerte ingiriendo la cicuta: el hacer nacer, de forma aparentemente ingenua e inocente la sombra de la duda sobre lo admitido como natural y correcto. Normas, valores, creencias sobrenaturales, formas de organización política o económicas, sabios, hombres grandiosos...


Humor irónico, diálogo  e inteligencia usados para despertar a las gentes y hacerles ver los defectos propios y ajenos era algo que el poder ateniense, como cualquier poder ,no tolera de buen grado. A los poderosos no les gusta que alguien pueda quitarles las máscaras con las que encubren su dominio y Sócrates acabó por ser visto como alguien que corrompía a los jóvenes con sus enseñanzas, aunque en realidad nada malo hubiera en un buscador de la virtud y la verdad que predicaba con el ejemplo.

Por eso su figura es imperecedera, pues en palabras del Sócrates reencarnado en un Teatro español, nazco todos los días y vivo en todas las épocas.

Y es que el drama del viejo filósofo ateniense que no quiso huir, respetando las normas de su amada ciudad y no queriendo ser etiquetado como un traidor y cobarde, es el eterno drama de la lucha de la conciencia individual entre la obediencia y la rebelión, lo correcto y lo incorrecto, el querer y el deber, el vivir con serenidad, aunque sea de manera breve, como insecto de estío y bochorno que perece con los primeros fríos nocturnos, o prolongar una existencia en la tristeza y la tortura interior continua.

Y, para finalizar, sirva su admirada figura para recordar que la filosofía y los filósofos-y todo ciudadano lo es en el fondo- sólo puede salvarse de los museos en que está encerrada si vuelve a salir al exterior, si, usando un símil de su discípulo Platón, huye de la caverna buscando la verdadera naturaleza de las cosas al sol de calles, plazas y caminos.


martes, 9 de febrero de 2016

El viejo profe y el estanque de la melancolía

En medio de la sombría selva de muros, de millones de voces gritando sus ideas e historias, de átomos aislados que sienten ilusamente que forman un cuerpo en vez de fragmentos derrotados de antemano por el Poder; entre las hordas multitudinarias de cruzados e inquisidores abducidos mentalmente por las diversas siglas partidistas y sus Amados Líderes o Lideresas, destacando a veces los conversos a lo nuevo en su furia antiherética, como aquellos exfumadores que atosigan a los que mantienen el vicio o aquellas mujeres que se recosen el himen para aparentar lo que no son-como si su vida anterior fuera pecado y no quisieran recordarla-; en mitad, decimos, de ese mundo obscuro de aullidos que son las redes sociales, del cual formo parte activa como un gritón más, encuentro una noticia que me golpea la cara.

Un antiguo profesor, de un viejo colegio, ha fallecido. Cierro los ojos un momento para volar hacia atrás en el tiempo y volver a sentarme en sus aulas, pasear por su recreo, unos segundos en soledad, después intentando traer el recuerdo acústico de sus condenados en la hora de mayor libertad, la del recreo, donde todo se llenaba de voces, esas voces de aquellos y aquellas que están despertando a la vida y empezando a aprender que no hay salida, que los muros formarán para siempre parte de nuestro paso por el mundo. Pero que, pese a todo, siempre hay ratos, momentos, fogonazos donde encontrarnos y conocernos fuera de los reglamentos.



Entré en el Santo Ángel con quince años, escapando de un colegio asfixiante. Todos lo son, para mí, pero hay grados. Y aquel nuevo colegio  de Moratalaz ha quedado en mi memoria como más humano, más amable, que aquel anterior religioso, donde asomarse a la ventana era ver edificios grises. También tengo que reconocer que mi entrada en el nuevo colegio fue unida a una mayor maduración, que me hizo ver que tenía que estudiar un poco más, lo justo para ir tirando y dejar de encerrarme en el cuarto para hacer que estudiaba cuando en realidad mi mente viajaba de un lugar a otro, menos a los libros. Cosas de críos.

Don Julio fue nuestro profesor de Latín, aquella asignatura que la primera semana me asustó, pero que luego amé y disfruté. Observo su pelo claro, sus ojos azules debajo de sus gafas, su rostro bondadoso. Después, ya en COU, lo fue de Literatura.

Tengo que reconocer que no fue mi favorito, el favorito fue Manuel Martín, el de filosofía. Pelo blanco corto y bigote, era, nunca mejor dicho, un clon del filósofo Nietzche, pensador al que no se sentía muy unido. Exmarxista y yo anarquista desde que pisé las nuevas aulas, debatíamos en clase de diversos asuntos, de lo divino y lo humano, quizá más de lo humano dada nuestras procedencias ideológicas. Ahora, sin embargo, lo haría más de lo divino.

Y no porque haya abandonado el pensamiento libertario definitivamente, que no lo he hecho, sólo lo he traicionado y abandonado en algunas etapas de mi vida. Porque, visto lo visto, he acabado por regresar a mi vieja casa, como hijo pródigo. Pero sí es verdad que conforme pasan los años y la vida te va quemando e hiriendo, tu conciencia se abre a otras cosas, nuevas inquietudes escondidas como la semilla del árbol bajo tierra van emergiendo a la realidad. Materialismo y espiritualidad se van acercando, primero con recelo, para acabar dándose la mano.

Cuando lo medito descubro que era y soy un anarquista sin esperanzas, sin militancia. Por eso, por no haber tenido jamás la ilusión de ver el Mundo Nuevo, ni codearme habitualmente con anarcoides no he quemado el navío y sigo resistiendo, sin esperar nada, sólo como un ideal que me ayuda a mantenerme a flote en la sucesión de tempestades.

Pero como nada es perfecto en la vida  y no hay mal sin bien ni bien sin mal, en aquella escuela donde logré centrarme algo más, recaí de mi mayor demonio en la vida, la ansiedad, la angustia, el terror a expresarme delante de la gente. La tartamudez de la que me había librado casi del todo unos años se giró como una fiera contra mí, agarrándome por la garganta. Aún recuerdo el corazón latiendo a mil por hora, las manos temblando, el sudor frío que me recorría de arriba abajo cada vez que se acercaba el turno de leer, o exponer delante de los compañeros.

Con todo lo positivo fue mejor que lo negativo y los amigos de aquellos tiempos se pasean y me saludan en mis recuerdos de tanto en tanto, y yo respondo a ellos con una sonrisa y un abrazo.

Nunca volví al Santo Ángel tras aquel día que recogí las notas de selectividad, convencido que no aprobaría por entregar el examen de Arte en blanco y sacar un merecido cero. No fue así y, en gran medida, gracias al nueve en filosofía.

Muchas veces tuve la tentación de volver, pero la pereza me hizo alargarlo. Un día, acabada la carrera, estuve a punto de bajar del autobús en aquella parada donde lo hacía años atrás, con la cartera al hombro. Me dio vergüenza, tantos años, quién habrá, estarán los viejos maestros que dejé...

Siempre me arrepentí de no dejarme llevar por el impulso. ¿Habría estado Julio?, ¿hubiera podido darle la mano, ver su rostro por última vez?, ¿ y mi querido y añorado profesor de filosofía?.

Pero Julio Vielva ya no está, no pudo ser. El querido profe habrá descubierto la Verdad, el Todo o la Nada; si tras la muerte subsiste la conciencia o retornamos a la obscuridad silenciosa y plácida de la inconsciencia. Me inclino y me quedo con lo segundo, pero nada sé y cada cual es libre de tomar la creencia que desee.

Lo que sí sé es que cuando miro atrás me doy cuenta que el estanque de la alegría, de la felicidad, en cuyos alrededores jugamos unos años, refrescándonos con su humedad y metiendo brazos y manos en sus claras aguas, sin más pensamientos que disfrutar el momento y escuchar los pájaros en las ramas cercanas se ha evaporado.

Su lugar lo han ocupado unas aguas turbias que sólo invitan a la preocupación por el futuro, donde no se observa el fondo y los pájaros han emigrado. Ese nuevo estanque es el estanque de la melancolía. Aquél que siempre se mantendrá, hasta que exhalemos nuestro último aliento.