sábado, 29 de septiembre de 2018

Reflexiones sobre el internacionalismo obrero y la espiritualidad como fuentes del verdadero cambio

Continua nuestro avanzar en la obscuridad, con noticias que para cualquier observador y caminante del presente traen malos augurios: lo último y más llamativo es la Fuerza Espacial que quiere crear los Estados Unidos para no quedar rezagados ante Rusia y China, que al parecer disponen de satélites "asesinos" y misiles capaces de destruir satélites. 

La probable guerra futura se librará en varios frentes, aparte de las tropas terrestres de toda la vida, las divisiones bélicas informáticas y las espaciales, para hacer caer las comunicaciones del enemigo. Probablemente también dispongan de nuevo armamento, desde el sónico hasta el creador de catástrofes naturales, pero eso lo dejamos de momento en la duda o la conjetura.

Enceguecidos por las fiestas y entretenimientos de la sociedad del espectáculo, las masas siguen siendo masas, perdida nuestra consciencia , atomizados y enfrentados unos contra otros; lo que llamaremos bases, son, sin generalizar pero no en pocas ocasiones, peores que los dirigentes, o que las  jefaturas que nos gobiernan.

Mientras las potencias mundiales buscan alianzas, desarrollar son políticas globales, con acuerdos y desacuerdos, reforzando las tres principales sobre todo su aparato militar, reconociéndose preparadas para la guerra ya, o en el futuro muy cercano, los don nadie nada hacemos, si acaso continuar soñando con salvadores electorales, centrados en nuestro ombligo, en lo meramente local, retornando incluso esa falsa y terrible esperanza llamada nacionalismo.

Esa idea suicida que que los oligarcas y explotadores locales son, por ser locales, mucho más cercanos a padres y madres protectores que los globalizadores, que al ser de otros países, nunca podrán amarnos de la misma manera, y nos arrebatan la soberanía nacional, o sea la soberanía de una clase opresora nacional, pues no otra cosa ha sido, es y será la llamada soberanía nacional. Puede cambiarse la llamada soberanía nacional por lo de la liberación nacional, que es lo mismo solo que en lenguaje más guay, más "alternativo".

Para que los dominados puedan empezar a ser una fuerza a tener en cuenta, tienen que actuar en un doble sentido: la recuperación de una conciencia de ser alienado, lo que supone escapar de las trampas del ciudadanismo, el nacionalismo y los populismos-por separado o mezclados en coctel letal- y la transformación interior.



La aceptación de ser un alienado, o en lenguaje crudo una marioneta de los diversos poderes, a través, hoy, de las televisiones fundamentalmente, pero sin excluir la prensa,también sostenedora de esa visión que divide a las potencias en buenas y malas, preparando el terreno para que nos dejemos matar como chinches en los campos de batalla-, requiere la búsqueda de un sentido profundo de la vida, y de una negativa por tanto a considerarnos estómagos andantes, gozadores y disfrutadores del cada vez menor tiempo libre que nos dejan quienes nos gobiernan, como escapatoria, cierto, de una vida infernal y esclava, que nos hace pensar en viajes, cenas y demás como evasión comprensible.

Las preguntas típicas y tópicas deben seguir en pie: Quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, sumándose la interrogación constante de si esto es lo que queremos, si la vida que llevamos es verdaderamente humana. La trascendencia, se crea o no en un Dios creador, debe estar ahí .

De lo contrario no habrá verdadero cambio, o el cambio será a algo mucho más nefasto, como vimos en los regímenes comunistas. El materialismo ateo, al cerrarse a esas preguntas, a esa trascendencia, es un elemento embrutecedor, deshumanizador. Cierto que la religión fue el opio del pueblo, y en algunas zonas del mundo, especialmente hoy en el islámico, lo sigue siendo. 

Como escribió el "anarcocristiano" Lev Tolstoi-en realidad él dijo que era cristiano, no anarquista, aunque compartía casi todo con ellos menos la violencia, y, por supuesto, el ateísmo- en La Ley del Amor y La Ley de la Violencia, entre fines del siglo XIX y principios del XX, el cristianismo no era más que el ropaje de una sociedad en realidad pagana-yo apuntaría que paganismo romano o griego, es decir el de las guerras y la esclavitud, reconociendo, por supuesto, las grandes aportaciones humanísticas, sobre todo del segundo-. Es decir que en la práctica el materialismo se comió también a las religiosidades, siendo elemento justificador de un Orden injusto y antievangélico, para cualquier lector de este último libro.

Esa transformación interior podemos llamarla sin vergüenza espiritualidad. Que para diferenciarla de esas corrompidas religiones-tampoco generalizo, hay gentes de las iglesias apegados al amor al prójimo dejándose la salud y el pellejo por el mundo, de manera probablemente más clara que la de los ateos y agnósticos-, brota de dentro hacia afuera, y busca la libertad de conciencia, la aceptación reflexiva y voluntaria de una fe, de una creencia, de una trascendencia, la defina como la defina.

Esa espiritualidad, que debe ver lo universal de lo humano-reconociendo diferencias particulares, pero haciendo hincapié en lo primero- debe fusionarse con lo que antaño se llamo internacionalismo obrero, renovado y superado el materialismo más o menos evidente de su teóricos más importantes del siglo XIX. En nuestra cultura, podría ser un cristianismo radicalmente renovado, vuelto al Evangelio, a esas fraternidades originales, que llevaran el apoyo mutuo, el amor o la solidaridad a la población sufriente, a ese abajo cada vez más destruido, más desolado y empobrecido.

Esta unión de espiritualidad y conciencia de dominado y explotado crearía un potente foco de luz, de lucha mundial, de intento, aunque fuera fallido, no importa, de frenar lo que se nos viene encima y lo que ya tenemos.

¿Hay o no tiempo?. Me inclino por lo segundo, pero la esperanza, aunque lúcida y contradictoriamente pesimista, es lo último que se pierde.








lunes, 10 de septiembre de 2018

Un enemigo del pueblo

En el Teatro Kamikaze se está representando una obra, de manera sumamente original, por su formato participativo, inspirada en el relato de Ibsen: Un enemigo del pueblo.

Un pueblo decide crear un balneario para hacer llegar el turismo y mejorar el nivel de vida de sus habitantes. Pero el médico del citado balnerario descubre la contaminación de sus aguas. Aquí empieza un debate sin salida fácil entre diferentes posturas: ¿decir la verdad, criticar el sistema, con las consecuencias de dejar al pueblo sin una importante fuente de ingresos, perjudicando a sus ciudadanos?. ¿Creemos realmente en la libertad de expresión?, ¿podemos decir siempre lo que pensamos sobre las cosas, aunque lleguemos a perjudicar a otros, incluso familiares y amigos?. 

Distintos personajes representan distintas posturas, planteamiento iniciales honestos y radicales cambian al enfrentarse a la cruda realidad y sus contradicciones: miedo a perder el empleo, por ejemplo. Lo más interesante de la obra es el debate sobre la democracia: ¿debe haber sufragio universal, o los ignorantes y a quienes sólo les interesan sus vidas privadas debería impedírselo?. 

¿Es lo que se llama pueblo una masa dañina, capaz de votar lo peor, y traer para todos nefastas consecuencias?. Aquí destacaría que el teatro deja la palabra a los espectadores sobre el voto, sobre la democracia .Yo tengo que decir que estuve a punto de intervenir, pero mi terrible timidez me impidió hacerlo. En mi opinión, todas las posturas escuchadas partían de una falacia: el voto libre.



Dejando aparte el carácter destructivo y dañiño para nosotros del sistema de partidos, máquinas para expoliarnos y dividirnos por todo-muy útil, por tanto, a la clase dirigente y a los nuevos aspirantes a serlo, naranjas y morados-, no hay voto libre. El voto está claramente teledirigido, y por tanto manejado por los medios televisivos del capital. Vamos, que la gente en su gran mayoría vota lo que la mandan. Antes dos opciones, ahora cuatro.

Por tanto una democracia seria requeriría, además de poner fin al sistema de partidos, o si se quiere porque suena más digerible al monopolio de tal sistema, los partidos estatales, salir del Capital, entendido éste como un tinglado mediático-empresarial que maneja nuestras vidas y dirige nuestras conciencias. Lo que supone, de paso, plantear cómo ir saliendo del régimen asalariado.

Proyecto sumamente complicado, pero sólo yendo a la raíz podríamos hablar de democracia. Lo demás, voto universal o restringido, democracia participativa-caldo de cultivo de caudillos-, mixta o mediopensionista es dar palos de ciego, es admitir, queramos o no, lo que nos dicta el régimen.

Esta es la opinión que no me atreví a dar en público. Supongo, claro, que hubiera causado una mezcla de rechazo, estupor y sorna entre los  asistentes.