domingo, 27 de enero de 2019

Hermanas

Un huracán de amor y odio, ataques crueles y despiadados a la yugular e instantes de reencuentro. Momentos donde parece que todo cae, todo se desploma para siempre, y otros donde parece amanecer y amainar la gigantesca tormenta.

Hermanas, obra que puede verse en el Kamikaze, nos muestra un brutal combate entre dos seres unidos por lazos de sangre, condenados a odiarse y amarse en una pelea sin fin. Una infancia marcada por dos padres sumamente cultos e intelectuales, que, sin pretenderlo, marcan la vida de sus dos hijas, que buscan convertirse en dos gotas de sus progenitores, estar a la altura de su talento. 

De ahí arrancan los traumas, los bloqueos emocionales, el autocastigo, el autoodio, enmascarado en un rechazo visceral a la hermana, a la que se considera objeto de atención privilegiada  de los dos padres talentosos y a la que, por tanto, se culpa de los fracasos, la insatisfacción, los naufragios psicológicos, en un intento de compararse una a otra en sus logros.

Una competición por ver quién brilla más, quién es más competitiva, que supone la caída de ambas cuesta abajo y sin frenos en un torbellino de furia, de ensañamiento, de escupirse y arañarse una a otra directo al corazón, a los sentimientos. Un combate de boxeo de golpes que parecen interminables, hasta que el destello de un recuerdo infantil, de unos instantes de verdadera hermandad, parece apaciguar y poner fin, hasta que algo hace volver a vomitar toda la ira y la rabia.



Hay un pero en la obra, que para mí está cerca de hacerla naufragar, de convertir una representación magistral, que no da respiro, de dos actrices que se mimetizan plena y perfectamente con sus personajes. Y son los momentos en que se usa un lenguaje, unas palabras hipercultas, algo que, pese a la cuna familiar en que han crecido, acostumbradas a la perfección, a importancia del lenguaje, de la belleza estilística, no resulta natural, pues nada más natural que lo bajo, lo soez, o no lo reflexionado, lo no masticado, en las explosiones de ira.

Pero la obra resurge y vuelve a brillar cuando retornan los momentos de disputa dialéctica natural, al nivel de calle, donde todo vuelve a resultar inteligible, y las dos hermanas se nos hacen seres naturales, que se disputan cuál de las dos fue más cruel con la otra, cual de las dos marcó con doloroso hierro candente y marca inextinguible el alma de la otra.

Si pueden, les recomiendo que no se la pierdan. Disfrutarán de dos espíritus condenados al amor y al odio, condenadas a seguir juntas, y, a la vez, podrán reflexionar sobre las raíces infantiles de muchos de los traumas, problemas y complejos que asolan nuestras mentes, esos demonios que nos persiguen sin apenas descanso por las calles y laberintos de nuestras vidas, siempre amenazando con  alcanzarnos y golpearnos , y que, una vez hemos caído en el barro, nos zarandean hasta que logramos zafarnos de sus tormentos y proseguir la carrera, carrera que finaliza cuando nos extinguimos, cuando ya nada ladra en nuestro cerebro y reina por fin el silencio, la calma, el mero latir relajado del Universo.

domingo, 20 de enero de 2019

Sócrates. Vida y doctrinas

Sin duda  es Sócrates una de las personalidades más interesantes de la historia de Occidente, generosa, desprendida, sencilla, con un método muy peculiar de buscar la verdad escondida en el subsuelo de todo hombre y mujer, mediante el diálogo, las preguntas, en calles, plazas, talleres. Sin distinguir entre ricos y pobres, siempre interrogando a unos y a otros.

La editorial Alderabán publicó años ha un libro sobre sus ideas, su vida filosófica, basado en los recuerdos de uno de sus discípulos, Jenofonte. Más veraz, según opinión general, que Platón, que achacó a Sócrates opiniones que probablemente éste nunca tuvo. Jenofonte intentó transcribir con fidelidad todo lo que vio y escucho de él y de otros. 

El texto es una defensa encendida de su querido maestro, que fue condenado a muerte por corromper a la juventud, entre otras cosas. Dividido en tres partes- la mejor para mí sin duda la última, El banquete-, nos muestra a un Sócrates defensor de la justicia, de la virtud, empeñado en hacer mejores a sus amigos, a sus oyentes, especialmente a la juventud. Y, sobre todo, su discurso final, es un elogio de la belleza del alma, como forma de belleza superior a la física, y de la amistad, como forma de amor puro por encima del deseo carnal. Pues la belleza del alma, así como la verdadera amistad basada en la unión de espíritus virtuosos, es más sólida, más fuerte, más imperecedera que la unión basada en la atracción física, que provoca mayor esclavitud y tormentos, así como esclavitud en quienes se dejan arrastrar por lo carnal, e intereses turbios en quienes, consciente de su atractivo, lo utilizan en beneficio propio frente a sus aduladores, ante quienes buscan sus favores sexuales. Y en general, además, el amor carnal, tiene fecha de caducidad, la del tiempo, destructor implacable del atractivo físico.



Nos nos dejó nuestro querido filósofo nada escrito, pero sí los vívidos y luminosos recuerdos de quienes estuvieron a su lado, como en un matrimonio de amigos fraternales en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la fortuna y en el infortunio final de la cicuta .Infortunio dudoso, pues el mismo Sócrates, creyente en la inmortalidad del alma, se planteó si quizá el infortunio no sería seguir en la vida.

Para acabar el comentario del libro, lanzo un interrogante a los escasísimos lectores del blog: ¿comparten mi opinión de que la amistad, ese tesoro para Sócrates, está desapareciendo de nuestras vidas, sustituida por esas falsas "amistades" de multitudes sin rostros ni cercanía auténtica, palpable, de las redes sociales, de los ordenadores y los móviles?. ¿Qué nos diría Sócrates si nos visitara en nuestras calles asfaltadas, llenas de anuncios, en las estaciones de trenes, metros y autobuses, siempre pegados nuestros ojos a las pequeñas  pantallas que con sus cadenas invisibles nos atrapan, nos esclavizan?.

domingo, 13 de enero de 2019

Nostalgia y búsqueda de la divinidad, de la primavera

Rememorando mi vida, hoy, una tarde dominical de melancólico invierno, cielo azul y árboles desnudos, de frío que se cuela en los huesos, que enfría el alma, que empuja la tristeza hasta mimetizarse con el cuerpo, he sentido una búsqueda sin encuentro definitivo, un hueco, un vacío, que se llama Dios.

Muy pronto, apenas con diez años, como reacción a un cristianismo, unos creyentes, algunos muy queridos, que yo sentía no reflejaban cómo debía pensar un seguidor del Evangelio, abracé el ateísmo. Pero no hay persona que, en el fondo de su corazón, piense más en la divinidad que un ateo.

Y hoy, en este frío atardecer, de cualquier día de enero, he comprendido que la interrogación y la búsqueda de Él ha estado siempre ahí, incluso en los debates y momentos de negación, en las clases infantiles, en aquel colegio religioso, cuando se discutía su existencia o inexistencia. 

 Percibo claramente, tan claramente como el cielo azul que hoy hemos disfrutado, ya obscurecido por el avance paulatino de la noche, su presencia lejana y silenciosa desde siempre. La insatisfacción con mi vida, el rechazo al mundo materialista que nos cerca, la sensación de vacío ante los llamamientos a perseguir diversos placeres como forma de anestesia y huida de una existencia ajena al espíritu humano, a la verdadera libertad.

He comprendido que tras ese telón de fondo estaba el suave llamado, el dulce cántico de la divinidad, que me incita sutilmente, mediante señales casi imperceptibles a romper el velo que nos oculta la trascendencia, trascendencia que no niega lo material, sino que lo completa, como al día sigue la noche, la primavera al invierno.

Pero cuando doy un paso para rozarle a Él, al Misterio, a lo Incognoscible, siento que se aleja dos pasos. Y si doy dos pasos, lo hace tres. Es como si mi marcha a través del Universo no tuviera fin, pues Dios se aleja conforme se expande el Cosmos, y la nostalgia por su alejamiento al infinito, me crea una sensación de desconsuelo, de desolación.

Le llamaba, pero sentía que no me respondía. Hasta que hoy, una pequeña luz de calor en este frío invierno, como una luz anunciadora de la primavera, de momento encerrada en los troncos aparentemente muertos de los árboles, en el cuasi silencio de la Naturaleza, en la ocultación e hibernación de gran parte de la vida, me ha echo ver que quizás, busco donde no debo.

Quizás, sólo quizás, debo buscarlo, con la yema de los dedos en el cesped, con el rostro pegado a los árboles, con la nariz oliendo los olores del aire invernal, con los ojos contemplando las aves que no nos abandonan en este época, las estrellas que siempre están ahí, opacadas por las luces contaminantes de la gran ciudad, observando la luz débil y tenue, pero luz al fin y al cabo, de la luna.

Quizás, también, en los rostros, los cuerpos y las voces de las personas que caminan, creyendo ir a alguna parte, cuando no hay más estación final que la muerte, sin prepararnos jamás para ella, huyendo de ella como manada de lobos que corren tras nosotros aullando al viento.

¿Estará Dios, su chispa, en todo lo que nos rodea, lo que vemos y lo que no?. ¿Despuntará y se hará más visible y luminoso en la primavera que aún espera?. ¿Es mi añoranza de Dios una nostalgia de una primavera que se hace esperar, tras una larga glaciación que ha sojuzgado al mundo con su gélido aliento materialista?.