martes, 9 de febrero de 2016

El viejo profe y el estanque de la melancolía

En medio de la sombría selva de muros, de millones de voces gritando sus ideas e historias, de átomos aislados que sienten ilusamente que forman un cuerpo en vez de fragmentos derrotados de antemano por el Poder; entre las hordas multitudinarias de cruzados e inquisidores abducidos mentalmente por las diversas siglas partidistas y sus Amados Líderes o Lideresas, destacando a veces los conversos a lo nuevo en su furia antiherética, como aquellos exfumadores que atosigan a los que mantienen el vicio o aquellas mujeres que se recosen el himen para aparentar lo que no son-como si su vida anterior fuera pecado y no quisieran recordarla-; en mitad, decimos, de ese mundo obscuro de aullidos que son las redes sociales, del cual formo parte activa como un gritón más, encuentro una noticia que me golpea la cara.

Un antiguo profesor, de un viejo colegio, ha fallecido. Cierro los ojos un momento para volar hacia atrás en el tiempo y volver a sentarme en sus aulas, pasear por su recreo, unos segundos en soledad, después intentando traer el recuerdo acústico de sus condenados en la hora de mayor libertad, la del recreo, donde todo se llenaba de voces, esas voces de aquellos y aquellas que están despertando a la vida y empezando a aprender que no hay salida, que los muros formarán para siempre parte de nuestro paso por el mundo. Pero que, pese a todo, siempre hay ratos, momentos, fogonazos donde encontrarnos y conocernos fuera de los reglamentos.



Entré en el Santo Ángel con quince años, escapando de un colegio asfixiante. Todos lo son, para mí, pero hay grados. Y aquel nuevo colegio  de Moratalaz ha quedado en mi memoria como más humano, más amable, que aquel anterior religioso, donde asomarse a la ventana era ver edificios grises. También tengo que reconocer que mi entrada en el nuevo colegio fue unida a una mayor maduración, que me hizo ver que tenía que estudiar un poco más, lo justo para ir tirando y dejar de encerrarme en el cuarto para hacer que estudiaba cuando en realidad mi mente viajaba de un lugar a otro, menos a los libros. Cosas de críos.

Don Julio fue nuestro profesor de Latín, aquella asignatura que la primera semana me asustó, pero que luego amé y disfruté. Observo su pelo claro, sus ojos azules debajo de sus gafas, su rostro bondadoso. Después, ya en COU, lo fue de Literatura.

Tengo que reconocer que no fue mi favorito, el favorito fue Manuel Martín, el de filosofía. Pelo blanco corto y bigote, era, nunca mejor dicho, un clon del filósofo Nietzche, pensador al que no se sentía muy unido. Exmarxista y yo anarquista desde que pisé las nuevas aulas, debatíamos en clase de diversos asuntos, de lo divino y lo humano, quizá más de lo humano dada nuestras procedencias ideológicas. Ahora, sin embargo, lo haría más de lo divino.

Y no porque haya abandonado el pensamiento libertario definitivamente, que no lo he hecho, sólo lo he traicionado y abandonado en algunas etapas de mi vida. Porque, visto lo visto, he acabado por regresar a mi vieja casa, como hijo pródigo. Pero sí es verdad que conforme pasan los años y la vida te va quemando e hiriendo, tu conciencia se abre a otras cosas, nuevas inquietudes escondidas como la semilla del árbol bajo tierra van emergiendo a la realidad. Materialismo y espiritualidad se van acercando, primero con recelo, para acabar dándose la mano.

Cuando lo medito descubro que era y soy un anarquista sin esperanzas, sin militancia. Por eso, por no haber tenido jamás la ilusión de ver el Mundo Nuevo, ni codearme habitualmente con anarcoides no he quemado el navío y sigo resistiendo, sin esperar nada, sólo como un ideal que me ayuda a mantenerme a flote en la sucesión de tempestades.

Pero como nada es perfecto en la vida  y no hay mal sin bien ni bien sin mal, en aquella escuela donde logré centrarme algo más, recaí de mi mayor demonio en la vida, la ansiedad, la angustia, el terror a expresarme delante de la gente. La tartamudez de la que me había librado casi del todo unos años se giró como una fiera contra mí, agarrándome por la garganta. Aún recuerdo el corazón latiendo a mil por hora, las manos temblando, el sudor frío que me recorría de arriba abajo cada vez que se acercaba el turno de leer, o exponer delante de los compañeros.

Con todo lo positivo fue mejor que lo negativo y los amigos de aquellos tiempos se pasean y me saludan en mis recuerdos de tanto en tanto, y yo respondo a ellos con una sonrisa y un abrazo.

Nunca volví al Santo Ángel tras aquel día que recogí las notas de selectividad, convencido que no aprobaría por entregar el examen de Arte en blanco y sacar un merecido cero. No fue así y, en gran medida, gracias al nueve en filosofía.

Muchas veces tuve la tentación de volver, pero la pereza me hizo alargarlo. Un día, acabada la carrera, estuve a punto de bajar del autobús en aquella parada donde lo hacía años atrás, con la cartera al hombro. Me dio vergüenza, tantos años, quién habrá, estarán los viejos maestros que dejé...

Siempre me arrepentí de no dejarme llevar por el impulso. ¿Habría estado Julio?, ¿hubiera podido darle la mano, ver su rostro por última vez?, ¿ y mi querido y añorado profesor de filosofía?.

Pero Julio Vielva ya no está, no pudo ser. El querido profe habrá descubierto la Verdad, el Todo o la Nada; si tras la muerte subsiste la conciencia o retornamos a la obscuridad silenciosa y plácida de la inconsciencia. Me inclino y me quedo con lo segundo, pero nada sé y cada cual es libre de tomar la creencia que desee.

Lo que sí sé es que cuando miro atrás me doy cuenta que el estanque de la alegría, de la felicidad, en cuyos alrededores jugamos unos años, refrescándonos con su humedad y metiendo brazos y manos en sus claras aguas, sin más pensamientos que disfrutar el momento y escuchar los pájaros en las ramas cercanas se ha evaporado.

Su lugar lo han ocupado unas aguas turbias que sólo invitan a la preocupación por el futuro, donde no se observa el fondo y los pájaros han emigrado. Ese nuevo estanque es el estanque de la melancolía. Aquél que siempre se mantendrá, hasta que exhalemos nuestro último aliento.






3 comentarios:

  1. También fui alumno de este colegio, y de estos dos fantásticos profesores que han marcado mi personalidad más que la mayoría de los amigos que he tenido desde entonces. Gracias por tus palabras que me han hecho rememorar aquellso momentos, y por la memoria de Don Julio, grande entre los grandes.

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  2. También te quiero dar las gracias por lo leído. Julio no sólo fue un gran profesor sino que, en mi caso, fue uno de esos maestros y personas que marcó mi vida, tanto profesional, como intelectualmente. Allá donde esté seguirá pendiente y atento a nuestros progresos. Porque además fue una de las mejores personas que he conocido. Gracia Alfredo.

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