domingo, 19 de noviembre de 2017

La librería

Hermosos paisajes, sensibilidad, emociones, retrato social de una época, de un microcosmos, el de un pueblo de gentes amables, pero sometidos al dominio de una aristócrata, con algunas excepciones de poderosas personalidades, aquellas que habitan los dos extremos de la vida: la infancia que abre los ojos con asombro, mezcla de atracción y miedo al mundo y la vejez que los cierra lentamente con desapego, que se resisten a sumarse al clima de servilismo y cotilleo.

La última película de Isabel Coixet gira en torno a los libros, en torno a una mujer valiente de fines de los años cincuenta en Inglaterra que se lanza a una actividad arriesgada. Poner una librería en un pequeño pueblo tan aislado como bello y melancólico.

Y melancolía es lo que desprende La librería, melancolía de una pérdida, de un corazón solitario que se acompaña de los mejores amigos, aquellos que no te abandonan, que te cuentan historias en silencio, que te hacen sentir, pensar, llorar, reír, indignarte, rebelarte en el fondo de tu alma, que, cierto, a veces decepcionan.



Esos amigos que a veces desprenden un profundo y agradable aroma que te hace trasladarte a otra época, época escondida en la semioscuridad de las esquinas de los recuerdos, que como un fogonazo te asaltan en un instante, trayendo rostros, imágenes, sombras y luces de algo marchito que, como las hojas amarillentas y descoloridas, como una persona que ya roza la muerte con la punta de sus dedos,  se resiste a perecer, a disolverse en una total oscuridad, reclamando su existencia, en un movimiento furioso de última rebeldía.

Los libros, que habitan sus ciudades, las estanterías, llamándote por su nombre, reclamando una mirada, una caricia, un gesto de ternura. De eso y de las personas, de las buenas y de las malas, de las que expanden la injusticia y los que se pliegan ante ella, y de quienes la combaten, trata la película.

Una película con sabor a libro de poesía, que si chirría en algo es por su excesivo maniqueísmo, malos muy malos y buenos muy buenos, sin aristas, sin las complejidades y claroscuros que se adhieren a la vida de todo individuo, y que sólo tras largo periplo, tras caídas y recaídas, se inclina como una flor hacia un lado y otro, mas nunca , o casi nunca, de manera absoluta, siempre inestable, hasta morir y volver al origen, la tierra cálida y acogedora.

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