miércoles, 1 de julio de 2020

Melancolía de los veranos de felicidad

Escuchando música lejana, ecos remotos de tiempos muertos, etapas sepultadas  en la derrotada energía y vitalidad infantiles, en el bochorno de esta noche de estío, un alma enferma de melancolía desde hace años, no puede sino rememorar los escasos destellos de luz de alegría, de verdadera luminosidad solar que atravesó su vida, su cuerpo, como un breve destello en un cielo que rápidamente se obscureció.

Uno vuela con su mente, único y último reducto de libertad, de anarquía, a los años ochenta, los tiempos infantiles. Con esfuerzo, cerrando los ojos, logra vislumbrar a aquel niño delgaducho y rubio como el oro al que los pensamientos de bosques sombríos, de árboles muertos, de ventisca helada, de sombras acechantes, de ruidos amenazantes, de voces lejanas y siniestras, no habían cercado.

Aquel niño que aun creía que la vida era otra cosa, un regalo, una felicidad, un mundo colorido por descubrir, por saborear. Vuelo a los veranos, puedo ver y oler paisajes algo cambiados, un parque convertido en otra cosa, unos arbustos y columpios desaparecidos en el pozo del pasado. Me sumo a una multitud de niños que gritan, que juegan al fútbol, al rescate. Que sudan y les tortura la sed, pero que resisten, no parecen cansarse, siguen en pie, pese al calor agobiante. Disfrutando el momento. Sin que las sombras del futuro interfieran en sus vidas, un eterno presente al que apenas sacuden sobresaltos .

Espero con entusiasmo, sin apenas dormir, viajar a Gandía. Cuando diviso a lo lejos el mar, el corazón se hincha de emoción. Deseoso de pisar la playa, de sumergirme en las aguas saladas, de contemplar todas las mañanas las banderas: verde, amarilla, y,  triste decepción, a veces, la roja que me aleja del baño, del nadar hasta lo más profundo posible, escapando de la vigilancia de mis padres.

Siento la sal en mi cuerpo infantil, la arena quemando los pies, la humedad, el aire cálido, pegajoso de las tardes de paseo .La espera del gofre, el helado,el granizado de limón, la mazorca de maíz, las palomitas de colores y la máxima ilusión: el castillo de aire. ¿Qué será de esos paisajes, de esos momentos? .¿Se repetirán eternamente, o desaparecerán para siempre? .Un interrogante absurdo, pero que siempre me ha inquietado.



Y poco a poco, sin saber cómo, se instala el frío, el invierno, las prisas, los agobios .La cárcel del deseo sexual, que tantos elogian pero uno no puede dejar de sentir como el principio del fin. Unas cadenas, las del deseo, que te separan de vivir el momento, la tranquilidad, el reposo, el bastarse a sí mismo, el poder estar absorto en tus juegos, en tu interior, sin nada que alcanzar, sin casi nada por lo que competir o atrapar, con la ingenuidad y la mirada más limpia.

Poco a poco los veranos se hacen más breves, el crepúsculo llega antes, las noches se alargan. Todo es miedo y temor. ¿Qué será de mí? .¿Qué pensarán los demás de mí?.

La alegría, la felicidad, se convierten en momentos en peligros de extinción. ¿Hace cuánto que no siento lo que sentía en las canículas de la infancia?. El niño muere, nace un ente extraño, aplastado por el peso de los días sin brillo, sin serenidad. La vida se convierte en un sueño sombrío, un pasar el tiempo esperando que todo acabe de una vez, una monotonía de angustias y sobresaltos, con el único refugio de una familia que va menguando, envejeciendo, temiendo el día en que la soledad sea nombrada Amo y Señor del Universo del Yo.

De aquellos veranos felices, de aquellos años ochenta, sólo queda la nostalgia polvorienta de un puñado de fotos en algún album perdido, en algún estante olvidado, en alguna esquina perdida donde aquel crío desapareció para siempre, en un agosto de risas y entusiasmo que jamás regresará.



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