Rememorando mi vida, hoy, una tarde dominical de melancólico invierno, cielo azul y árboles desnudos, de frío que se cuela en los huesos, que enfría el alma, que empuja la tristeza hasta mimetizarse con el cuerpo, he sentido una búsqueda sin encuentro definitivo, un hueco, un vacío, que se llama Dios.
Muy pronto, apenas con diez años, como reacción a un cristianismo, unos creyentes, algunos muy queridos, que yo sentía no reflejaban cómo debía pensar un seguidor del Evangelio, abracé el ateísmo. Pero no hay persona que, en el fondo de su corazón, piense más en la divinidad que un ateo.
Y hoy, en este frío atardecer, de cualquier día de enero, he comprendido que la interrogación y la búsqueda de Él ha estado siempre ahí, incluso en los debates y momentos de negación, en las clases infantiles, en aquel colegio religioso, cuando se discutía su existencia o inexistencia.
Percibo claramente, tan claramente como el cielo azul que hoy hemos disfrutado, ya obscurecido por el avance paulatino de la noche, su presencia lejana y silenciosa desde siempre. La insatisfacción con mi vida, el rechazo al mundo materialista que nos cerca, la sensación de vacío ante los llamamientos a perseguir diversos placeres como forma de anestesia y huida de una existencia ajena al espíritu humano, a la verdadera libertad.
He comprendido que tras ese telón de fondo estaba el suave llamado, el dulce cántico de la divinidad, que me incita sutilmente, mediante señales casi imperceptibles a romper el velo que nos oculta la trascendencia, trascendencia que no niega lo material, sino que lo completa, como al día sigue la noche, la primavera al invierno.
Pero cuando doy un paso para rozarle a Él, al Misterio, a lo Incognoscible, siento que se aleja dos pasos. Y si doy dos pasos, lo hace tres. Es como si mi marcha a través del Universo no tuviera fin, pues Dios se aleja conforme se expande el Cosmos, y la nostalgia por su alejamiento al infinito, me crea una sensación de desconsuelo, de desolación.
Le llamaba, pero sentía que no me respondía. Hasta que hoy, una pequeña luz de calor en este frío invierno, como una luz anunciadora de la primavera, de momento encerrada en los troncos aparentemente muertos de los árboles, en el cuasi silencio de la Naturaleza, en la ocultación e hibernación de gran parte de la vida, me ha echo ver que quizás, busco donde no debo.
Quizás, sólo quizás, debo buscarlo, con la yema de los dedos en el cesped, con el rostro pegado a los árboles, con la nariz oliendo los olores del aire invernal, con los ojos contemplando las aves que no nos abandonan en este época, las estrellas que siempre están ahí, opacadas por las luces contaminantes de la gran ciudad, observando la luz débil y tenue, pero luz al fin y al cabo, de la luna.
Quizás, también, en los rostros, los cuerpos y las voces de las personas que caminan, creyendo ir a alguna parte, cuando no hay más estación final que la muerte, sin prepararnos jamás para ella, huyendo de ella como manada de lobos que corren tras nosotros aullando al viento.
¿Estará Dios, su chispa, en todo lo que nos rodea, lo que vemos y lo que no?. ¿Despuntará y se hará más visible y luminoso en la primavera que aún espera?. ¿Es mi añoranza de Dios una nostalgia de una primavera que se hace esperar, tras una larga glaciación que ha sojuzgado al mundo con su gélido aliento materialista?.
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