Leía hace unos dos meses un artículo de prensa donde se informaba de un dato muy preocupante: el fuerte incremento de suicidios entre adolescentes y jóvenes del Reino Unido. La noticia ponía su acento en el efecto que las redes sociales tenían en la toma de la decisión final de acabar con la vida en la juventud.
Pero leída más a fondo, sin negar por supuesto esta influencia, se traslucía una problemática mucho más compleja, una problemática que apunta a la falta de sentido de la vida, al miedo al futuro. Todo esto tiene mucho más que ver con unos valores, una forma de vivir y contemplar la vida que se nos ha inculcado y que han dejado de servir, y que se está desmoronando lentamente como el propio sistema.
Es esa caída pasito a pasito, sin hacer demasiado estrépito, la que provoca el desmoronamiento de nuestra psiquis, nuestra rotura interior. Y el mundo de las llamadas redes sociales, que de sociales en el verdadero sentido de la palabra no tienen nada, pues se trataría de una aglomeración de multitudes aisladas, solitarias, o reducidas a pequeños grupos de afinidad a distancia, en pelea con otros, es totalmente insatisfactorio.
Redes que no han logrado ni van a lograr nunca- pese a la persistencia del sueño de facebook y otras como colectivo horizontal y democrático, capaz de unirnos en algo-, reconstruir una suerte de comunidad real, solidaria, en lucha real. Sólo favorece la adición, una nueva forma de drogadicción extraña, en la que hay una apariencia, un espejismo de verdadera compañía, que en realidad no es más que algo parecido a imágenes fantasmales, escrituras psicofónicas que no dan calor humano.
Nuestra era es la de la soledad forzosa con apariencia de compañía. La falta de sentido de la vida, de alicientes, el miedo al futuro, se potencia con el declive de la economía y la progresiva desaparición de la clase media. Educados en que basta con estudiar para ascender en la escala social, en preocuparse y centrarse en uno mismo y no meterse en problemas, porque la vida son cuatro días y hay que disfrutarla, ahora, todo ese discurso bienintencionado de nuestros padres, del mundo adulto, se ha venido abajo.
La esperanza se difumina, se cerró toda puerta a cualquier ideal de sociedad fraternal, considerada utopía superada, ante la nueva fe religiosa en que el crecimiento y la mejoría en el nivel de vida iba a ser eterna, apoyada a su vez en el mito de una tecnología salvadora, que incluso aún hoy en día algunos siguen vendiendo, tecnologías que nos convertirán en superhumanos y que nos librarán incluso del trabajo, mientras otros hablan de adaptarnos a lo que viene, es decir llaman a degradarnos y convertirnos en una suerte de monstruos de apariencia humana.
Pero el adolescente, el joven, lo afirme o lo silencie en su mundo interior, es más o menos consciente del engaño. De que el mundo rosa que le han vendido se torna negro .Y, como he escrito más arriba, ya no dispone de herramientas que le permitan resistir con otros. Las viejas ideologías revolucionarias, como el comunismo, fracasaron estrepitosamente. Por el lado espiritual, tampoco se encuentra hoy nada, siendo el cristianismo, hoy por hoy, una estructura ritual hueca, al servicio de los poderosos. Y hablo de espiritualidad porque ese sentimiento de vacío, de falta de esperanza, nace, valga la redundancia, de un vacío espiritual.
De unas necesidades inmateriales, tales como el compañerismo, la fraternidad, la libertad, la hermandad, el compartir, la conciencia de clase... destruidas por la quimera materialista del progreso material infinito. Y que tampoco puede llenar el juego de partidos, la llamada democracia parlamentaria, una maquinaria de selección, en general, de los peores, los más arribistas y serviles, los que menos principios tienen, que oculta el verdadero poder más allá de las apariencias.
Un juego donde la propaganda sustituye al pensamiento, la mentiras o las medias verdades a la verdad; pues el pensamiento, la reflexión y la verdad, son incompatibles con el régimen partidista, que necesita, para ser votado y sostenido por los ciudadanos, ocultar la verdad y silenciar los problemas más serios, algunos de los cuales parecen irresolubles .
La realidad oculta por varias décadas de relativa bonanza está saliendo a la luz. La monstruosidad en la que efectivamente vivimos ya no puede ser apenas velada por caretas, música y globos de colores, como los carteles electorales que vemos en nuestro país ahora que estamos en campaña.
La multiplicación de suicidios en jóvenes es un acto de muda protesta. Una tristeza, porque indica que, en el fondo, la rebeldía, el descontento del espíritu ante el estado de cosas está ahí. Pero de momento nace y muere en la intimidad individual. Y no da el salto colectivo.
La gente más sensible, la mejor, la más elevada, sucumbe .Si, milagrosamente, algún adolescente, algún joven al que ronda tentadoramente la idea de suicidio-y yo la sufro y he sufrido a lo largo de mi vida en diversas ocasiones, pero ya soy un viejuno perdido para la lucha-, lee estas líneas, le rogaría que tomara aliento y buscara.
Si se da con la tecla adecuada, la soledad amarga puede trocarse en reencuentro .Ese reencuentro con otros solitarios que esperan al prójimo, a los otros, para buscar otros caminos, lejos del que sus padres, con toda la buena intención del mundo, les han señalado como el correcto. Pero que eran una trampa, y que se ha vuelto inservibles e insensibles a las verdaderas necesidades humanas.
Y alejémonos de las redes sociales durante largos periodos, que en ellas no está ninguna salida al atolladero.
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