lunes, 24 de diciembre de 2018

Reflexiones navideñas sobre una sociedad espiritual

Hoy que estamos en Nochebuena, con independencia de que nos adscribamos o no al cristianismo, o de qué tipo de cristianismo sigamos o soñemos con que surja, o resurja en un sentido evangélico, como es mi caso, toca reflexionar algo sobre cómo sería, en trazos gruesos, una sociedad profundamente espiritual, inspirado en los valores positivos de las tradiciones filosóficas y del Evangelio.

En primer lugar, en una sociedad espiritual, no habría primacía del dinero, ni del poder, ni del Progreso, entendido como crecimiento económico, tecnolatría, o desarrollo de las fuerzas productivas. La riqueza a obtener sería la riqueza de la vida interior, la riqueza espiritual, consistente en un esfuerzo, que es de origen individual pero que luego se traslada a lo social, por alcanzar el crecimiento o expansión de la conciencia moral. Y digo que es de origen individual, pero que luego se convierte en colectivo, porque la conciencia moral se incrementa al contacto con el otro, con el prójimo.

Por tanto una comunidad fraternal, sólo puede ser una comunidad de base espiritual .La fraternidad vista como elemento teórico, materialista, no es más que eso, una palabra muerta, una tríada vacía de contenido, como aquella tríada famosísima de la Revolución Frances: libertad, igualdad, fraternidad. 

En realidad, la Revolución Francesa no supuso en la práctica más que un cambio de manos en el uso de las fuerzas represivas, que se fueron volviendo más laicas, pero como hemos visto en la historia reciente, no menos temibles y sanguinarias. Quienes ven en la Revolución Francesa el inicio del socialismo, se equivocan. En realidad supuso un impulso al capitalismo, al militarismo, a la atomización, a la centralización y concentración de poderes.



La verdadera espiritualidad, supone ver en los otros un reflejo de uno mismo, la chispa de la divinidad viviente en otros seres. Sólo de ahí puede nacer el sentimiento fraternal. De la mera materia, sin alma ni espíritu, nace la visión del otro como elemento de uso y disfrute, o de estorbo para los planes personales. De ahí nace esa sensación de vacío, abandono y soledad de la Modernidad, esa selva del todos contra todos, esa melancolía y frustración de sentir que no podemos formar parte de nada auténtico, de luchar en hermandad, de combatir por algo que merezca la pena, que vaya más allá de unas pocas reclamaciones materiales. Si nos fijamos atentamente, todas las organizaciones que aún se dicen obreras, o de los oprimidos, cumplen funciones meramente defensivas, meros buscadores de pequeñas migajas o beneficios individuales. La idea de una comunidad fraternal, antagónica, donde la individualidad también cuenta, se ha volatilizado hace muchas décadas.

En una sociedad espiritual las clases existirían, pero serían clases determinadas por ese desarrollo de la conciencia, de la solidaridad, del apoyo mutuo, no por el salario, el trabajo. La clase la determinaría el espíritu, el ejemplo ético, no existiendo superioridad del trabajo intelectual sobre el físico, ni viceversa, sino contemplando todos los trabajos en plano de igualdad .La competitividad vendría dada por esa necesidad de elevarse humanamente, no por el expolio o el saqueo. Sólo tal sociedad podría ir reduciendo a su mínima expresión, a lo imprescindible, el trabajo asalariado, porque una sociedad espiritual miraría con ojos horrorizados la conversión del ser humano en mercancía, en objeto de usar y tirar.

Una comunidad espiritual no se sostendría en autoridades partidistas. Nada más antiespiritual que el sistema de partidos, basado en maximizar el enfrentamiento entre unos y otros en beneficio de una clase gobernante que lo es no por sus cualidades morales, sino por su facilidad para desarrollar la propaganda de partido, o sea la mentira, y para ascender en el aparato partitocrático, peloteando a los superiores jerárquicos.

Un sistema de autoridad política positivo, en la medida en que la representación es inevitable en determinadas circunstancias, debería basarse en una mezcla de personas de prestigio, por las citadas cualidades morales, allí donde la población sepa de ellas, que sería más en localidades pequeñas o medianas, junto con el sorteísmo y la rotatividad de los cargos, salvo cuando algunos de éstos sean necesariamente técnicos, para lo cual se requieren especialistas.

Pero en una colectividad de individualidades profundamente espirituales, la autoridad o autoridades exteriores sobre el hombre o mujer sería pequeña, pues la espiritualidad implica un sentido de la libertad ajeno al que reina actualmente: hedonista, centrado en los placeres y diversiones. La libertad espiritual impulsa el autogobierno del individuo, la responsabilidad con uno mismo y con los demás.

La Modernidad materialista, ya atea y agnóstica, ya religiosa-la religión es una degradación de lo espiritual-, se nos vende como cúlmen de la libertad. Pero si somos lo suficientemente autocríticos vemos como el desarrollo de la tecnología y de las autoridades de todo tipo, que marcan nuestras vidas de la cuna a la tumba, de la escuela a la empresa o la fábrica, es enorme.

¿Qué amor a la verdadera libertad puede nacer de sociedades donde desde la tres o cuatro años, o incluso antes, sus miembros son encerrados en guarderías y escuelas, centros preparatorios de la esclavitud futura?.

Libertad, igualdad, fraternidad: sí, pero sólo es posible en la espiritualidad, cuando los individuos busquen la sabiduría, la belleza, el bien y la verdad, entendiendo la sabiduría como la búsqueda de sí mismos, de lo que son, del sentido de la vida, de la Comunión con el Todo, con el Cosmos, con lo Divino, con los demás,  no de lo que unos poderes, unos medios, les digan lo que son. El materialismo corrompe, destruye, deshumaniza. La religión también lo ha hecho, sumándose a los dirigentes, vendiéndose al mejor postor, al que les ofrecía más dinero, más medios; casi siempre apegada a los poderosos, haciendo creer a sus fieles que tenían que apoyar y sostener los distintos sistemas de opresión y engaño que se han sucedido a lo largo de la historia, sus valores horribles de culto al dinero y al poder-polvo somos y en polvo nos convertiremos, incluidos nuestro bienes materiales-, traicionando, por ejemplo, el mensaje que late en el Evangelio, disponible, sin embargo, para todo aquel que quiera.

Una revolución real, será espiritual, o no será. Y el cristianismo, ya que estamos en días de Navidad, debería volver a sus fuentes: desarrollar fraternidades de hombres libres e iguales, y no sólo de fieles, en pueblos, ciudades, campos, fábricas y talleres. Volver a ser la sal del mundo, compartir lugar con la masa asalariada, de momento en estado de conformismo y prosternación, con los últimos, para alentar un verdadero cambio.

Ese sería para mí el sentido auténtico de la Navidad cristiana.

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