Normalmente, cuando se habla de dignidad o vida digna, que
nosotros entenderíamos como una mesa de tres patas: la primera la de la
autonomía o capacidad de todo ser humano para gobernarse a sí mismo por el uso de su razón; la
segunda la de tener un mínimo vital que le evite pasar penalidades y por tanto
estar sujeto a los dictados de otro u otros; y, en último lugar, la moral y física,
la de evitar humillaciones; siempre se habla de garantizarla como un derecho
universal.
No obstante, quizá llegó el momento de empezar a plantearnos
salir de esa especie de culto a los derechos, que vemos que no garantizan la
dignidad, por un concepto de deberes libremente aceptados.
En las Constitución se habla del derecho al trabajo o a la
vivienda, por ejemplo, y en las manifestaciones de protesta de los
últimos tiempos son frecuentes la pancartas reclamando tales derechos.
En realidad, está quedando meridianamente claro que, aunque
en la Constitución se hablara de garantizar cientos de derechos, éstos no
pasarían de papel mojado, pues vemos repetidamente cómo no se cumplen. Para
muchos, reformistas y revolucionarios, la solución está en que asciendan al
poder nuevos partidos, con programas que garanticen el cumplimiento de tales
derechos.
Para nosotros esto es continuar atado a una manera de
plantear el problema sin solución, y en contradicción con el verdadero sentido
de la dignidad: pedir a un poder vertical que nos garantice la dignidad, es
renunciar a la dignidad, es decir a la autonomía individual y colectiva.
Sólo cuando empecemos a pensar en la dignidad como en un
deber de unos hacia otros, un deber por el que debe luchar uno mismo- el
autogobierno personal-, y un deber para los demás, o sea respetar su autonomía,
su proyecto de vida, y garantizar entre todos el mínimo vital que permita
realizarnos como personas, podrán hacerse reales los ahora llamados derecho a
la vivienda, derecho al trabajo-aunque el concepto y el sentido de éste
deberán ser muy diferentes, nada que ver con el asalariado o con el concepto y
actividades que se nos impone como tal- y demás.
Esto, por supuesto, no es fácil. Requiere, lógicamente, de
la eclosión de una nueva forma de ver y entender la vida, de esforzarse para ir
logrando una sociedad autónoma o autoorganizada, dentro de la actual, lo que
permitiría ver sus logros y fracasos y atraer cada vez a más gente a esa forma
diferente de organización y pensamiento.
Por nuestra parte consideramos, por tanto, que la vida digna
quedaría mejor garantizada, pasando del papel a la realidad ,allí donde una
comunidad empiece a pensar en equilibrar derechos y deberes, atreviéndose a
quitarse de encima el pavor a la palabra deber, pues sólo cuando veamos la vida
como un deber de unos hacia otros, entre iguales, sin dominadores, podremos
expandir el mundo de la libertad y la justicia, de la libertad y las
necesidades materiales, de los bienes materiales e inmateriales, sin enfrentar
unos contra otros, como sucede en las civilizaciones actuales, tanto en la
capitalista como en lo que queda de socialismo de Estado o comunismo.
Enfrentamiento, sin duda, artificial, pues todos los valores
mencionados anteriormente pueden armonizarse en la idea de libertad
igualitaria, de igualdad de poder.
Con el tiempo, por otra parte, el concepto de deberes de
unos hacia otros, al naturalizarse, perdería su sentido de carga, adquiriendo
la solidaridad carta de realidad, frente a la caridad o el altruismo laico o
religioso.
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